Envuelto en la oscuridad de la noche buscando donde
cobijar su sombra, aterido de frío, el forjador de sueños consume su cuerpo dolorido
e inseguro. Descubriendo su cueva, depositó su figura, mirando por su abertura
de oscuridad manifiesta. Era su sino y se introduzco en ella. Traspasando
visillos se acostumbró a ella. Su despertar fue mítico. De sueños, quimeras.
Sus paredes relucían primorosos colores en círculos y estrellas. Alumbraban la
estancia dos candentes llamas. Cruzaron el puente de caudaloso cauce. Murallas,
fronteras de pétalos pergaminosos se instalaron en paredes de la inmensa
bóveda. La negrura se apacentaba. Gotas de sangre desliza el agua. Rojo
candente de juventud. Cominos, anchas praderas, lenguas de fuego. Dos corazones
en su tronera palpitan cielos. Salpican tierra, llenan de sabia de sus gateras
de sal e incienso, versos de brea, inmaculada sonrisa en ella. Copulan letras,
frases centenarias versos de adobe. Sus almas vuelan. Sentidos ciertos. Jugoso
caldo de puchera añejo… mezclador de sueños; placidos, risueños. La niña duerme
mientras su cuerpo cubre la aurora, entre cortinas, visillos nuevos. De sus
pestañas brota la sal de vivir nuevos.
Antonio Molina Medina